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El perdón no tiene memoria

niña abrazando a su papá

No puedo precisar cómo fue que empezó, lo que si fue muy claro para mí, es que el principio fue muy difícil.
La relación con mi madre nunca fue ese tipo de relación estrecha entre madre e hija, de mejores amigas, confidentes o de apoyo siempre presente. Y aquí es dónde quizás pequé de ingrata, porque estoy convencida de que muchas cosas que di por sentado, como grandes ausencias de mi madre en mi vida, son sencillamente el olvido de mi mente que me ayudó a justificar mis resentimientos.
Como sea, existía un abismo insalvable entre mi madre y yo, que se hacía cada vez más profundo conforme pasaban los años. Hasta que empezó lo que yo llamaría «la mayor reconciliación que he experimentado en mi vida».

El principio fue muy sutil, pero muy perturbador. Mi madre empezó a tener cambios en su carácter y en sus emociones, lo cual hacía más difícil tratar con ella. Pero entonces no era nada que pudiese catalogarse como «fuera de lo normal».
Todos en mi familia pensamos que la muerte de mi padre empezaba a reflejarse en su vida a través de estos cambios, pero ninguno de nosotros se imaginaba siquiera que aquello era el inicio de un proceso en el que su mente, su cuerpo, sus emociones y todo lo que conforma su vida, se dirigían hacia un deterioro progresivo en el que no habría punto de retorno.
Conforme pasaba el tiempo su mente empezó a jugarle malas pasadas; iba al banco a cobrar su pensión varias veces al mes, recordar la fecha en la que estábamos ya no era tan sencillo, sus conversaciones empezaron a desvariar un poco, y el significado de cosas cotidianas ya no eran tan claros… Y de un sentimiento perturbador pasé a un sentimiento de urgencia.
Algo estaba pasando con mi madre que era imperativo averiguar, porque cuando no se sabe con certeza lo que ocurre, se cometen muchos errores, empezando por los errores de juicio.
Fue así como, en una obligatoria cita al médico, el diagnóstico fue contundente: Deterioro Cognitivo Severo. Mi madre se dirigía con rapidez hacia un túnel que cada vez se pondría más oscuro en su vida y en la mía… O al menos así me parecía en ese momento.
Desde que fue dado su diagnóstico, han pasado ya varios años, y aún cuando el tratamiento médico es parte de su vida diaria, las consecuencias físicas y mentales de la enfermedad se hacen cada vez más evidentes.

Hoy, mi madre no es capaz de mantener una conversación coherente, se ha perdido en el tiempo y en el espacio (excepto por su casa, que es su máximo refugio) confunde a las personas allegadas y requiere ayuda en actividades básicas como el baño. Su peso ha disminuido considerablemente, lo cual la hace tener una figura extremadamente vulnerable. Debo abrazarla con cuidado y delicadeza para no hacerle daño con mi contacto. Ella, junto con su memoria, se va apagando poco a poco.
Una tarde soleada, llevé a mi madre al parque en la salida de rigor que la mantiene distraída, respirando aire fresco y disfrutando de las risas de los niños al jugar. Pensar en llevarla a lugares lejanos como la playa, la montaña o incluso cruzar a otra provincia, es simplemente imposible. El parque es casi nuestra única opción y, aunque es un lugar cercano, ella goza al estar allí.
Esa tarde, viendo como los rayos del sol hacían brillar sus cabellos color plata, estando las dos sentadas en el césped, le pedí perdón a mi madre.
Sabía que su respuesta podría ser una serie de frases sin sentido, sabía que era probable que ni siquiera entendiera lo que le estaba diciendo, sabía que no podía esperar una reacción «normal» y quizás eso era lo mejor, yo no tenía expectativas…
Le pedí perdón por las veces en que no supe valorar todos sus esfuerzos para darme una mejor calidad de vida, por el resentimiento que despertó en mí sus largas horas laborales cuando yo era una niña, le pedí perdón por mi falta de cariño, por los abrazos y besos negados, por mi ausencia e indiferencia, le pedí perdón…
Nunca podré olvidar la expresión de su carita llena de arrugas, sombra de la belleza de su juventud. Sus ojos me miraron dulcemente, su sonrisa igual a la de una niña inocente y sus palabras que, al principio parecían torpes, fueron construyéndose erguidas en sabiduría:«Mi amor, claro que te perdono, si Jesús ya nos perdonó en la cruz. Ya dejemos eso atrás que ahora hay que aprovechar, no ve que lindo está el parque!»
La abracé con cuidado y le di un tierno beso en su frente. Mi corazón halló la paz que venía anhelando desde hacía años. Entonces, me di cuenta que mi madre no atravesaba un túnel oscuro, el cuidado de Dios resplandece sobre ella hasta el día de hoy, como ese brillante sol sobre su cabello.

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