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Si se interviene en la familia, se previene la violencia

padre besando a su hijo en la mejilla

Una de las funciones más relevantes de la familia corresponde a la formación y educación de los hijos. Es una responsabilidad primaria de los padres y las madres, y que deberá de articularse, posteriormente, con los centros educativos donde ingresarán los menores, para complementar su proceso de formación, mediante la educación formal. 

En la familia se enseñan los valores fundamentales, y es el lugar donde las personas reciben, desde las edades más tempranas, sus principios y sus fundamentos éticos y morales. Pero siempre será imprescindible que ese proceso educativo esté acompañado no solo por el discurso y la retórica, sino, ante todo, por el ejemplo demostrado en la vida de los propios padres.

En el mundo contemporáneo, es habitual encontrar una tendencia a la resolución violenta de las diferencias y de los conflictos. Sucede en casi todos los ámbitos de la vida. En la sociedad, las noticias muestran un panorama dramático de incremento de la violencia: robos y asaltos, posesión de armas y asesinatos, violencia en las calles por conducción imprudente y temeraria, violencia intrafamiliar, confrontación y bullying en los centros educativos, acoso laboral, entre muchos otros más.

Este comportamiento de las expresiones violentas no se combate únicamente con la acción represiva directa. Es más, esta acción es ineludible y necesaria, porque la violencia se presentará irremisiblemente de alguna forma; pero lo que resulta fundamental para la anticipación del conflicto y de la violencia siempre será la acción preventiva.

En efecto, la prevención de la violencia siempre será mejor y más efectiva, que el combate de la violencia cuando ésta ya se ha presentado  y tiende a consolidarse como pauta de comportamiento social. Y una línea de trabajo social  altamente efectiva es la inversión que se pueda realizar desde los propios hogares y comunidades.  

Sin duda, una clave muy importante para la prevención de la violencia se encuentra en la salud, bienestar, estabilidad, fortaleza y desarrollo de la familia. Una familia fuerte, donde el diálogo amplio, cercano y respetuoso  prevalezca sobre la confrontación, la distancia y el irrespeto, logrará reducir las posibilidades de conflicto y estrés, causantes de los principales detonantes de la violencia doméstica.

Comenzando por las propias parejas, y extendiéndose a los otros miembros del hogar, la comunicación es esencial para un adecuado entendimiento. Los miembros de una familia que no se comunican, no pueden conocerse bien y mucho menos entenderse. Y el entendimiento es indispensable para llegar a acuerdos satisfactorios y evitar los conflictos. 

Ahora bien, para que exista comunicación, los miembros del hogar deben contar con algo de tiempo para reunirse y aproximarse. De otra manera, ¿cómo podrán conocerse y entenderse? El tiempo compartido es algo que las familias han dejado de tener por vivir muy aprisa, saturados y colmados de estrés.  Pero hay que hacer un alto y bajar la intensidad de las tareas y responsabilidades, definir prioridades y recuperar tiempo para invertirlo en la salud y el bienestar personal y familiar.

Algunas familias han tenido que optar por dejar a sus hijos bajo el cuidado de personas extrañas -en el mejor de los casos-, pero las hay también -y en gran cantidad- que dejan a sus hijos solos durante muchas horas del día. Son los denominados “hijos de la llave”, porque son menores que llevan la llave de su casa colgada al cuello, para poder abrir la puerta de su hogar cuando retornan de la escuela. No tienen quien los cuide, quien les acompañe a hacer sus deberes escolares, les dé de almorzar y les controle el tiempo que pasan frente a un televisor o en la calle jugando con otros niños. Sus padres trabajan fuera del hogar y regresan muy tarde…y prácticamente exhaustos, para poder compartir con sus hijos.

Una familia distante, con poco diálogo y entendimiento, que ha crecido sin respeto y otros valores fundamentales, difícilmente puede cumplir con su cometido de cohesión, estabilidad, permanencia y transmisora  de formación y enseñanza. Se requiere de hogares que practiquen y enseñen a vivir bajo el principio de la no violencia. Hogares dedicados a resolver las diferencias entre sus miembros con diálogo y respeto. Que eduquen a los menores mostrándoles los beneficios de vivir en armonía e inclusión.

Se trata no solo de enseñar los inconvenientes de la violencia, sino los elevados beneficios de una cultura de paz. Porque la paz no se reduce a la ausencia de guerra, ni tampoco a la pasividad, la inmovilidad o la inacción. La cultura de paz es una construcción activa, permanente y positiva, un compromiso de dirimir las diferencias y  haciendo prevalecer diálogo y respeto.

Es la posibilidad de que todas las opiniones puedan expresarse y ser tomadas en cuenta, es la oportunidad de que las diferencias se resuelvan mediante acuerdos satisfactorios para todos y que, tanto a nivel familiar como social, prevalezca la sensatez.

Mucho de lo que sucede a nivel social puede evitarse y corregirse si se invierte más en familia.  Porque, de alguna manera, lo que el Estado ha dejado de hacer para apoyar a los hogares, en gran parte se  devuelve expresado más adelante como problemáticas o padecimientos sociales. Por eso el apoyo a las familias se constituye en la mejor inversión para prevenir la violencia y fortalecer la sociedad.

En un campamento de voluntariado juvenil al que asistí en 1998 en el desierto del Néguev, en Israel, me impactó mucho observar entre los participantes a jóvenes israelíes, palestinos, latinoamericanos, asiáticos y africanos. Todos, jóvenes con diferentes nacionalidades, religiones, idiomas, costumbres, culturas e ideologías; pero todos coincidiendo en sueños, ilusiones y voluntades por aportar a la construcción de un mundo de mayor diálogo, tolerancia y paz.

Recuerdo que en aquella oportunidad, en el latir de los corazones y en el brillo de los ojos de la mayoría de los participantes, había la convicción de que era posible alcanzar la paz en el mundo, pero que para ello era imprescindible, primero, conquistarla en la mente y el corazón de cada persona y en el seno de cada hogar.

Aquella fue, sin duda, una lección de vida, pero ante todo, reafirmó mi convicción de que una cultura de paz es posible si se invierte en familia y en la persona, si se atienden debida y oportunamente las necesidades materiales, emocionales y espirituales  de las diversas personas, y se les dota de las herramientas fundamentales para descartar la violencia como una vía de resolución alternativa de diferencias y dificultades.

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