Hace varios años, cuando mi hijo Esteban era preadolescente me dijo: “Papá, no me regañes, enséñame”. Sentí un profundo dolor cuando lo escuché, y me disculpé con él.
Hasta ese momento pensaba que lo estaba instruyendo bien. Sin embargo, mi hijo no lo percibía de esa manera. Después de analizar la situación, me senté a dialogar con él y comprendí que la mayoría de las veces en las que pretendía educarlo, él sentía que lo lastimaba y lo subestimaba. En realidad, estaba lejos de dejar una buena enseñanza en él.
Esteban reconocía que el consejo que trataba de trasmitirle no era el problema. Lo que le molestaba era mi tono de voz y la forma de corregirlo. Me trataba de decir: “Papá, soy inteligente y quiero aprender, pero la forma en la que me corriges y me tratas de enseñar, me duele y me lastima. Sé que me amas, entonces ¿podrías decirlo de una forma diferente?”.
Me pregunto cuántas veces nuestros hijos quieren irse de casa porque al pasar los años, lo que han percibido no es nuestro deseo de enseñarles con amor, sino nuestro afán, algunas veces sin intención, de lastimar, subestimar o molestar. Sin embargo, ¿cómo es posible que esta mala interpretación se dé con tanta frecuencia? ¿Acaso no es cierto que la mayoría de los padres haríamos lo que fuera necesario para que nuestros hijos estuvieran bien?
La paradoja es que, aunque esto es una realidad, no muchos están dispuestos a ser padres intencionales en la crianza de sus hijos. Hacerlo significa medir cada paso, acción y reacción, e inclusive las palabras con las que nos comunicamos con ellos en función de su bienestar. Además, ser padres intencionales es asumir la responsabilidad y el compromiso de generar una relación interpersonal y una dinámica familiar, que proporcione la mayor cantidad de posibilidades para que nuestros hijos puedan desarrollarse en su totalidad de una forma sana y plena.
Este es el tipo de hogar al que desean regresar nuestros hijos cuando están lejos de casa. Un hogar en el que, sin importar las circunstancias, saben que serán respetados, apreciado, aceptados y amados. Sin embargo, nuestros hogares hoy, experimentan gritos, pleitos, maltrato y egoísmo. Sin lugar a duda, los males que caracterizan las relaciones interpersonales en la sociedad son el reflejo de lo que se vive en casa.
Las relaciones sanas, amorosas y plenas, requieren de esfuerzo, dedicación, compromiso, lealtad y, sobre todo, amor incondicional. Definitivamente es un precio muy alto. Sin embargo, es la única forma de brindar una vida plena a quienes Dios ha entregado en nuestras manos.
Ha llegado el momento de hacer un alto en el camino y escuchar una vez más la frase: “Papá, mamá, no me regañes; enséñame. No me grites; edúcame. No me hables así porque me ofendes”.
En conclusión, no será fácil cambiar, porque todo lo bueno requiere esfuerzo. Con todo, sí les garantizo que construir relaciones sanas con los demás, y en especial con nuestros hijos, es recompensado con creces. Esto se manifiesta cuando los vemos asumiendo los retos de la vida, y fortalecidos con el amor que Dios les ha trasmitido por medio de nosotros.
Todos tenemos algo que mejorar y principalmente cuando nos dicen que lo que hacemos “duele”.
Hijos Exitosos
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